Comentario
El profesor Bango Torviso ha ofrecido últimamente una síntesis clarificadora del problema, insistiendo en que lo fundamental no es tanto la denominación en sí, como la verdadera comprensión del lugar que estas construcciones ocupan, desde un punto de vista tectónico y estructural, en el desarrollo de nuestra arquitectura medieval, mostrándose partidario, si fuera preciso, de acudir simplemente a referencias cronológicas con el fin de evitar confusiones en los no especialistas. En unos casos se trata de la adopción temprana y aislada de fórmulas propias de una arquitectura que luego definiremos como gótico, cuando en el entorno geográfico siguen dominando los ideales propios del Románico y el mismo edificio, en el conjunto de su concepción espacial o al menos en su envoltura perimetral responde aún a planteamientos románicos. Otras veces nos encontramos con monumentos conservadores que mantienen de forma inercial, y ya como arcaísmos, esas mismas concepciones, incluso en fechas muy avanzadas, cuando las soluciones góticas estaban plenamente asentadas. Lo que les caracteriza, en términos generales, es la yuxtaposición de dos sistemas constructivos diferentes, normalmente disponiendo bóvedas de nervios cruceros sobre unos elementos portantes románicos (el pilar cruciforme) y adoptando diferentes soluciones para acoplarlos.
Será entrado ya el siglo XIII cuando nos encontremos con unas manifestaciones arquitectónicas que los historiadores, tradicionalmente, han considerado como representativas del período clásico. Si hasta entonces la ambivalencia de formas y procedimientos no había implicado la creación de espacios góticos ni la solución de los problemas lumínicos, en las grandes catedrales del siglo XIII no sólo arcos cruceros u ojivas estarán articulados desde la base, sino que de alguna manera, por su concepción espacial y el tratamiento de la luz, plasmarán esa imagen simbólica de la catedral como Jerusalén Celeste, transmitida por buena parte de los textos teológicos y literarios de la época. No obstante, es cierto que la desmaterialización total, es decir, el vaciamiento mural pleno y su sustitución por vidrieras y, por tanto, la metafísica de la luz coloreada tal y como se había experimentado en Francia, sólo se logró en León, ya en la segunda mitad del siglo. Volvamos ahora hacia atrás para situarnos en el momento histórico en que se ponen en marcha las canterías góticas en las catedrales del antiguo reino castellano.
En 1217 Fernando III era proclamado rey en Valladolid después de que su madre, Doña Berenguela, hermana y heredera de Enrique I, le cediera sus derechos. En la ceremonia oficial estuvieron presentes los más importantes eclesiásticos castellanos del momento. Algunos de ellos, los obispos de Palencia (Tello), Burgos (Mauricio) y Toledo (Rodrigo Jiménez de Rada) recibieron comisión de la Santa Sede de defenderle frente a cualquier brote de rebeldía. Las crónicas recogen claramente el apoyo prestado al nuevo monarca por estos prelados que, en contrapartida y como señal de agradecimiento, recibirían importantes beneficios reales para sí mismos o para sus diócesis. Esta vinculación Iglesia-monarquía tendrá mucho que ver a la hora de entender la construcción de nuestras grandes catedrales.
En 1219 el rey contraía matrimonio con una princesa alemana, Beatriz de Suabia, en la por entonces todavía catedral románica de la capital del Reino, Burgos. Las fuentes sitúan en 1221 ó 1222 la ceremonia solemne de colocación de la primera piedra de la que habría de ser la nueva iglesia madre de la urbs regia en presencia de su obispo, Mauricio, y del propio monarca. Cinco años después, en 1226, participaba el Rey Santo en otra inauguración, esta vez la que suponía la desaparición definitiva de la mezquita mayor de Toledo, después de casi ciento cincuenta años. En su lugar surgiría un espléndido edificio cristiano. Pero aunque los testimonios literarios retrasan hasta la fecha citada -1226- su acta oficial de nacimiento, las noticias histórico-documentales que poseemos nos permiten conocer que su construcción se había emprendido cuatro años antes, de modo que ambos edificios son perfectamente coetáneos. Es por tanto al comenzar la tercera década del siglo XIII cuando se ponen en marcha las dos primeras canterías catedralicias ya plenamente góticas desde su planteamiento de origen.
Pero no podemos olvidar, junto con Burgos y Toledo, la actividad de otros talleres. Algunos, como el que levantaba por aquel entonces la catedral seguntina, se vieron obligados a renovar su ya obsoleto programa arquitectónico con el fin de adecuarlo a esa corriente francesa que, importada en algunas de sus soluciones desde las últimas décadas del siglo XII, sería después asimilada y difundida por las sedes episcopales más poderosas. Es así cómo fábricas románicas se reorientan hacia la arquitectura gótica (Sigüenza, Avila). Mientras tanto en Cuenca, apenas transcurrido medio siglo desde su reconquista a manos de Alfonso VIII (1177), un taller con personalidad propia alzaba una catedral, a la par que se fortalecía progresivamente una sede recién instaurada. Se estaba erigiendo ya la catedral conquense cuando se abren las canterías de Burgos y Toledo; un enorme vacío documental nos impide precisar con exactitud en qué estado de desarrollo se encontraban las obras cuando esto sucede, pero es posible que desde entonces su papel, en cuanto a la transmisión de novedades, quedase relegado a un segundo plano, ante el imparable crecimiento de las que se efectuaban en las dos capitales del Reino, la política y la religiosa, que contaban con más medios tanto económicos como humanos.
Será algo más tarde, en 1232, cuando el obispo Juan Díaz, además canciller de Fernando III, decida poner en marcha el último de los talleres góticos del antiguo Reino de Castilla, el de la sede de Osma que él dirigía desde 1231. No hacía mucho tiempo que se había concluido una catedral y ya ni satisfacía las necesidades de culto ni estaba a la altura de las circunstancias. Al parecer el obispo utilizó para la nueva obra los materiales antiguos y respetó parte de la fábrica románica.
Es así como al concluir el primer tercio del siglo los hombres que habitaban el territorio de Castilla ven elevarse ex nono sus grandes catedrales -Cuenca, Burgos, Toledo, Burgo de Osma- y cómo, ante el ejemplo de éstas, se remozan y amplían viejos edificios, hasta entonces apegados a las fórmulas románicas. Si tenemos en cuenta que al mismo tiempo se completaban los monasterios iniciados en el siglo anterior, el panorama justifica las palabras de un cronista de la época, Don Lucas, obispo de Tuy, que no puede ocultar su admiración cuando exclama: "O, quan bienaventurados estos tiempos...; pelean los reyes de España por ta fee, y en cada parte vençen; los obispos y los abades y clereçia hedifican monesterios, y los labradores syn miedo, labran los campos, crian ganados y gozan de paz y no hay quien los espante. En ese tiempo, el muy honrrado padre Rodrigo, arzobispo de Toledo, hedifico la yglesia toledana con obra marauillosa; y el muy sabio Mauriçio, obispo de Burgos, hedifico fuerte y fermosa la yglesia de Burgos; y el muy sabio Juan chançiller del rey Fernando, fundo la nueua yglesia de Valladolid, y dotola gloriosamente de muchas posesiones; este, pasando el tiempo, fue fecho Obispo de Osma y hedificó con grand obra la yglesia de Osma". En efecto, para entonces prácticamente la totalidad de la Península era cristiana a falta de la recuperación del reino de Granada. Por otra parte Castilla y León formaban un solo reino desde la muerte de Alfonso IX y el reconocimiento de su hijo Fernando como heredero del rey leonés en 1230. El texto del tudense refleja bien el equilibrio establecido, el nuevo orden de cosas que facilitará la actividad constructiva y que impregnará el ambiente en el que surgen nuestras grandes catedrales. Y en ese equilibrio de los tres órdenes el clero es el estamento al que nuestro cronista atribuye toda la responsabilidad edilicia.
El obispo Guillaume de Seignelay, que regía la diócesis de Auxerre, en la Borgoña francesa, entre 1207 y 1220, impresionado por la novedad de las construcciones que se extendían a su alrededor decidió sustituir el viejo coro románico del edificio en que tenía su sede por otro nuevo, más elegante y más bello. Un cronista coetáneo se expresaba en estos términos: "Eodem tempore, circa novas ecctesiarum structura passim fervebat devotium populorum. Videns itaque episcopus ecclesiam suam Autissiodorensem structure antique minusque composite squalore ac senoi laborare... eam disposuit novam structuram et studioso peritorum in arte cementaria artificio decorare ...eamque fecit a posteriori parte fonditus demoliri, ut, deposito antiquitatis veterno, in elegantiorem juvenesceret speciem novitatis". Estas elocuentes palabras no encierran razón práctica alguna. No había ninguna necesidad de un edificio mayor; ni siquiera se utiliza la disculpa de la ruina o de un incendio. La verdadera razón queda claramente evocada y es puramente estética: para entonces, en todas las regiones se estaban construyendo edificios con nuevas estructuras; la iglesia de Auxerre había quedado anticuada, era preciso rejuvenecerla y dotarla de una decoración adecuada por expertos en arquitectura. Es evidente que Guillaume manifiesta un sentimiento estético cuando insiste en la necesidad de un edificio más elegante y más joven y nos describe la vieja catedral borgoñona como sucia y poco cuidada. Fue este mismo afán de modernidad el que movió a nuestros prelados, especialmente a las dos figuras clave en la introducción definitiva en Castilla del Gótico francés.